A veces, no es la distancia ni la falta de tiempo lo que nos aleja, sino el deseo inconsciente de no revivir el pasado, lo que convierte esa distancia en infranqueable.
Hace ya algunas horas que llegué, no quise avisar a nadie de mi visita, necesitaba mi propio espacio, mi silencio y soledad para reencontrarme con lo inanimado, con todo aquello que solo yo, puedo abrazar. Con el empedrado irregular de esta calle, que me vio correr, caerme, llorar y reír, en un tiempo tan lejano que parece ser solo un producto de mi imaginación.
Las ruedas de mi maleta no están hechas para este pavimento desigual y desgastado. A trompicones, la arrastro calle arriba, el ruido que provocan sus maltratadas ruedas, hacen que me sienta intrusa entre estas piedras silenciosas.
Y aquí, delante de mí, la puerta, de esas que ya no se encuentran, potente, robusta y pesada, de dos hojas, con su enorme cerradura, - me costó abrirla-, y apunto estuve de gritar pidiendo ayuda, - más de quince minutos he tardado en conseguir que la llave girara en la cerradura -, pero por fin cedió a mi cabezonería.
Todo está oscuro, e inquietantemente silencioso. Tras unos segundos de duda me decido a entrar. En el zaguán cierro los ojos, y al momento , el olor a café me envuelve, - ese café de pucherillo, rebajado con un generoso chorro de leche condensada -, mi estómago se queja, y cierro la puerta tras de mi.-
Saco la linterna de mi bolso, - la luz no funciona -, y me dirijo a la escalera.
Llevo más de dos horas recorriendo la casa, aquí, en esta vieja cama sin colchón, donde pasé mi niñez, sigo absorta en este silencio que solo rompen el piar de algunos pájaros, - deben haber anidado en el alféizar de alguna ventana -.
Sentada en el viejo banquito que hay a los pies de la cama, veo filtrarse la luz de la calle por las grietas de los porticones de madera que cubrían los ahora extintos cristales, que en algún momento desaparecieron, - seguramente fruto de las pedradas de algún desocupado e insensible gamberro -.
Paso la mano por el cabezal de la cama, y noto, como lo único que allí se acumula, - además de mis recuerdos - , es polvo, y este flota entre los rayos del sol, que se empeñan en iluminar la oscuridad casi perpetua de esta casa. El polvo flota, parece danzar en los rayos cálidos, e intento tocarlos con mis manos. Las diminutas moléculas saltan, vuelan, danzan entre el sol y mis dedos, y yo..., me decido. Abro una ventana, despues otra, y otra, intento salir al maltrecho patio, comido de hierbas, - me araño las manos empujando la chirriante puerta -. esta, parece no querer rendirse a mis intentos, es como si unas manos invisibles hicieran fuerza, pero yo empujo, busco esas manos, encontrando la causa a tanta resistencia, - las malas hierbas - , y como una salvaje, las arranco, a puñados, con rabia, - nada va a impedir que salga a este patio - , que limpie esta tierra, y plante las semillas que durante tantos años, atesoré en mis recuerdos - . Semillas de rojo amapola, (libres por el campo), de margaritas (me quiere, no me quiere), de rosas con espinas, como en el amor, como en la vida.
Ya he abierto las puertas, el aire borra generoso el olor a rancio. Es dura la reconstrucción, el trabajo por devolver a la vida lo que estaba medio muerto, pero, si, se puede.
Entra el sol, las puertas, ya están abiertas.