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domingo, 6 de septiembre de 2015

Volver

Sentado en la sala de espera del aeropuerto, aún resonaban en su cabeza las palabras del doctor:
- Seis meses, a lo sumo un año. Don Pedro hay una medicación que...
No quiso escuchar más, tantas cosas por hacer y tan poco tiempo.
Faltaba poco para embarcar pero cada minuto le parecía eterno, de repente se dio cuenta de que llevaba aplazando algo vital para él, volver a sus orígenes, con su gente. Ahora entendía a su madre cuando después de quince años en Buenos Aires, un día se le plantó delante y le dijo:
Mira hijo, estoy mayor y cansada, siento que mi tiempo se acaba, quiero morir en mi tierra, en mi casa, con los míos.


Volvió a Cáceres y cinco años después murió donde quería y él tuvo que coger el primer vuelo para acudir al funeral. Entonces no lo comprendió muy bien, pero ahora, treinta años después, él seguía el mismo camino, empujado por sus recuerdos, con la necesidad de acariciar las piedras de la muralla de su niñez, con ansias de abrazarse y ser abrazado por todo lo que le dio tanta felicidad.
Llegó al aeropuerto de Barajas en Madrid y de allí, en tren hasta Cáceres, sus primos lo esperaban en la estación. A ellos no les había dicho nada de su enfermedad.

- Perico, Periquito!! gritaron sus primos al verlo. ( Cuantos años hacia que nadie le llamaba así , que felicidad sintió ).


Abrazos y lágrimas en el reencuentro.
Las maletas le volaron de las manos, todo era poco para obsequiarle, por hacerle sentir bien y querido, y es que su familia
hacía mucho que le rogaban fuera a verlos. Treinta largos años, ahora con setenta regresaba.

Todo era nuevo para él, la ciudad había crecido, bloques de pisos, centros comerciales, pero el casco antiguo, las piedras de su niñez, las que atesoraban sus momentos más felices permanecían allí , inalterables al paso del tiempo, altivas, imponentes, dispuestas a explicar historia e historias de siglos pasados a quien quisiera escucharlas, dispuestas a dejarse acariciar por todo el que quisiera, amantes complacientes, cálidas y duras a un tiempo.

Tras la visitas familiares y las opíparas comidas extremeñas "a las que él ya no estaba acostumbrado", un día convenció a sus primos para salir solo de paseo, ya que desde su regreso, hacía tres semanas, no se habían separado.

Llegó a la plaza mayor, ya no podían circular coches por ella, la habían hecho peatonal. Los turistas de todas las nacionalidades pululaban con sus máquinas de fotos y móviles intentando captar todo tipo de imágenes, edificios, luces, sombras "typically spanish", la iglesia de la Paz, la torre Bujaco, el arco de la Estrella, los soportales de la plaza, ¿cómo captar tanta grandeza en un chisme tan pequeño como un móvil?. Su abuela se hubiera echado las manos a la cabeza si lo viera.

Cruzó la plaza mayor y siguió por San Juan abajo hasta llegar a la calle de Sande, entonces la vio, en el nº 42, la casa de su abuela, no parecía que nadie viviera allí, se quedó un rato mirando la fachada y mentalmente pasó al zaguán, a la habitación y al fondo de la casa donde en su niñez ella tenía gallinas, recordó cómo jugaba con sus primos y una opresión extraña se apoderó de su pecho, le costaba tragar y es que las lágrimas se apelotonaban en su garganta y acudieron libres a sus ojos, brotando a borbotones. No sintió vergüenza sino nostalgia, añoranza de su niñez, deseos de entrar otra vez al gallinero por ver si las gallinas habían puesto algún huevo .

Desanduvo sus pasos llegando nuevamente a la plaza y de allí se encaminó a la calle Postigo, donde se crió con sus padres, le pareció más pequeña de lo que recordaba, estrecha como mucho para permitir el paso de un vehículo pequeño, aunque por allí no circulaba ninguno. Subió la cuesta hasta arriba del todo pisando el empedrado irregular y desgastado por el tiempo. Cuando llegó al final se dio media vuelta y se le escapó la risa. Qué locura (pensó),
¿cómo no nos abrimos la cabeza de niños al tirarnos pendiente abajo con el triciclo?

Bajó la calle empinada hasta la misma puerta de la que había sido su casa, ahora estaba cerrada, cuando él era niño, todas las puertas estaban abiertas, la gente se respetaba y se anunciaban con un buenos días o un buenas tardes.
Siguió bajando la calle, le pareció escuchar risas de niños jugando a la pelota, giró a la derecha y allí en la otra acera estaba la carbonería, ahora cerrada. Hacía muchos años que estaba en desuso, ya nadie o muy pocas personas compraban picón para el brasero, ahora éstos eran eléctricos y las casas disponían de calefacción .

Según andaba , de vez en cuando, su mano derecha reseguía la pared notando el tacto rugoso de las piedras, así casi sin darse cuenta, llegó a la plaza Santiago y se sentó en un banco, estaba cansado y es que llevaba toda la mañana andando por el empedrado y esto unido a la carga de sentimientos que se habían ido apoderando de él, era mucho en tan poco tiempo.

Volvió a sentir risas infantiles y al mirar vio a unos niños, ¡niños y más niños! el mundo no se acabará cuando yo me marche (pensó) y una sonrisa afloró en su cara marchita, se los quedó mirando más atentamente y empezó a ponerles nombre:
Aquel, el del pantalón azul marino, podría ser Juanito (qué bueno era jugando a la peonza), ese otro, el de la camisa amarilla, Jorge, (qué piruetas hacía con la bici) y ese, Toño y ese otro Manolo y esa niña... esa niña preciosa, mi María (que Dios la guarde).
Por su cara sonriente surcada de arrugas resbalaban las lágrimas una tras otra, se las secó con el dorso de la mano, sacó su vieja pipa del bolsillo y la llenó. Empezó a fumar, las volutas de humo se mezclaban con el aire, cálido y estático como las piedras calientes del suelo .

Una voz infantil, grito:
Perico, Periquito!! ¿ A qué esperas? ¡Chuta la pelota!
Y él lo hizo, chutó fuerte como hacía años... corrió, corrió y marco gol en aquella portería improvisada entre dos piedras.
- ¡Gol, gol ! gritaron varios niños a un tiempo, ¡gol, gol! gritó él lleno de euforia, hemos ganado el partido, risas y guiños, alegría infantil.
Se giró de repente y miró hacia el banco, allí quieto como una figura de cera, con la pipa en su mano reposando entre sus piernas, estaba aquel anciano, en su cara con los ojos cerrados se apreciaba una gran felicidad, una paz inmensa, porque... aquel anciano era él y acababa de regresar a su niñez.

Se acercó para verlo mejor y entonces, brazos infantiles le rodearon, le acariciaban el pelo, le enviaban miradas de complicidad y una voz muy dulce le susurró:

Ya estás en casa, ya has vuelto, nunca más nos dejarás.

Se volvió y vio su reflejo en un escaparate, su pantalón corto, sus rodillas peladas, su camiseta a rayas y su pelo revuelto, sí, ya no era un anciano, ya no estaba enfermo y esa voz tan dulce era la de su hermosa María, estaba nuevamente a su lado y le sonreía con toda la ternura del mundo.



6 comentarios:

  1. precioso,cuantos recuerdos escondidos en tus palabras,recuerdos de una niñez vivida en la mejor ciudad del mundo,CACERES y lo que debe constar salir de ella,por suerte yo no me he ido,pero seguro que si me fuera haria lo mismo que perico,morir en mi casa,tu historia me recuerda a una gran persona que fue mi tio Carlos emigro a Barcelona y siempre que venia recordaba su niñez en las minas con una felicidad en su cara que nos enternecía a todos,pero en este caso no le dio tiempo volver,se fue demasiado pronto y se quedo alli,cosas de la vida,me ha encantado prima.

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    1. Gracias Toñi!! Imposible plasmar con palabras las sensaciones vividas tras un reencuentro y si, uno procura volver al lugar donde sus recuerdos son mas felices.

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  2. Emocionante. Un relato precioso Tite. Supongo inspirado en tus propios recuerdos.

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  3. Gracias por tu comentario.
    En todo lo que escribo siempre hay un trocito de mi, o de mis sueños, éstos pueden ser más o menos agridulces. En este caso, son recuerdos irrepetibles y muy intensos.

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  4. Molt bonic Tite, les sensacions, els records perduren al llarg del temps i tan de bo mai oblidem les nostres arrels ni les persones que ens han acompanyat.
    Gràcies per compartir amb nosaltres tot això que ets.
    Felicitats.

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