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sábado, 23 de enero de 2016

Campanas



Aún no despunta el día, mi cama vacía, y el silencio relativo de la noche, aviva mis recuerdos.

Hace un buen rato que dieron las tres, el alma sin consuelo vaga sin rumbo, impidiéndome conciliar el sueño y encontrar mi sitio, haciéndome sentir nómada, apátrida.

Dejé la ciudad buscando el sosiego de días más largos, allí el tiempo pasaba muy deprisa. Pero aquí, en este pueblo que solo conocen unos cuantos, he descubierto que el tiempo además de devorar los segundos, se empeña en recordártelo burlón, y sus complices mas fieles son las campanas, con su voz estridente e incansable.
¡ Din, dong ! - ya son las cuatro.
¡ Din, dong !- las cinco, y el desaliento de otra noche más cargada de proyectos no empezados y caminos desechados -.

Fue un domingo de verano, la casa revuelta, alborozada de entradas y salidas, de ambiente festivo y caras risueñas, mientras mis ojeras impertinentes, se empeñaban en recordarme el insomnio de esa noche.

- Estate quieta, he de fijarte el tocado, no quiero que se te caiga a mitad de camino.

Pepi, la peluquera, llevaba horas intentando arreglarme a base de potingues, ahora le tocaba el turno al pelo, fijándolo con horquillas y esa repugnante laca, que nublaba la vista. Yo, como una sonámbula, me dejaba hacer, así, como por costumbre, como habían hecho mis padres, y el novio que eligieron para mi, ya solo faltaba el cura para dejar claro, cual sería mi futuro y, a quién debería someterme al salir de la iglesia.
Pensar en como me habían organizado la vida sin contar con mis sentimientos, me revolvía el estómago, no había podido desayunar, y mi madre me preparó una manzanilla.

- He de ir al baño. - dije sorprendiéndome de poder articular palabras -.
- Date prisa, aún tengo que fijarte las flores en el moño.

Fui a la habitación de invitados, - ahora estaba vacía -, la mayoría iban camino de la iglesia. ¡ din, dong !, las campanas tocaban a cuartos.
Me puse automáticamente un pantalón y una camiseta, cogí la bolsa llena de ropa que tenía escondida en el armario, y volé escaleras abajo. La bicicleta reposaba contra el muro del patio,- allí no había nadie -, y pedaleé como nunca.

¡ Din, dong !, sonaron de nuevo, faltaba media hora para las doce, seguramente Pepi, estaría buscándome por toda la casa y, no tardaría en dar la voz de alarma.
Ya veía la estación y el tren en el andén, corrí con el billete que Mario me había mandado por correo, mi amor de siempre, y que ahora me esperaba ansioso en la capital.
Mario, mi marido, mi compañero, no hizo florecer el fruto de nuestro amor en mi vientre, pero
Sembró de alegría mi vida.
Esta vida mía ahora opaca y anegada de tristeza, incapaz de desprenderse del dolor causado por su pérdida, y esa esencia que aún rezuma en cada una de las piedras de esta casa, haciendo más patente su ausencia después de treinta y siete años de caminar juntos, cierro los ojos , y por un momento, me parece sentir el roce de sus manos  y como suavemente pasa un brazo por mis hombros, mientras con su voz profunda y dulce a un tiempo, me dice:
- Amor, aquí, parece que nunca pasé el tiempo.

Pero... si, si pasa, y esas campanas me lo recuerdan continuamente.










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